septiembre 24, 2008

La Fiesta Barrial de La Tortita Negra (III)


El perfume, que en algún momento había sido suave y vegetal, fue con el tiempo cambiando hacia uno bastante más punzante al que creí el olor de la modernidad. Me equivocaba: su origen era un motón de bolsas humeantes. Creí recordar a partir de esa imagen algún grabado en acero, pero una vez más estaba errado: lo que recordaba era un cartel de “No quemar basura” a cuyo lado había pasado metros atrás.
El puesto de panchos, alguna vez, había sido granate, pero las malas campañas habían mitigado para su bien ese color amargo. Algo escrito en el acero del carrito le recordó un grabado en un espejo, acaso de un bondi. Decía: “Pablo y Virginia”. A la vera de la avenida había un carrito con un caballo. Atado a una botella estaba su patrón, al cual creí reconocer; luego comprendí que me había engañado su parecido con uno de los moradores del bar de Constitución. El hombre, oído el caso, me dijo que me servía una lata de jardinera para amortiguar la espera del San Vicente.
- No, gracias -le dije.
En la parada bebían ruidosamente unos muchachones, en los que sólo me fijé para distinguir el color de sus trapos. Contra el paredón, inmóvil a pesar del frío, se apoyaba un hombre muy viejo. Los muchos años sin títulos lo habían reducido y pulido como la lluvia a los ladrillos o los candidatos a las elecciones. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Registré con satisfacción la boina, la portátil forrada de cuero, el saquito de lana, las alpargatas con medias, y me dije, rememorando inútiles discusiones con gente de Zona Norte o con porteños, que hinchas de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Me acomodé en una mesita de playa. La oscuridad fue ganando la calle, pero sus vahos de caños de escape y bocinazos, aún le llegaban desde el puente carretero. El puestero me trajo papitas pay, y después un pancho; las empujé con una botellita de gaseosa suburbana. Ocioso, paladeaba la mostaza y miraba herrar a un botellero en la vereda de enfrente, ya un poco soñoliento. Las luces de los autos rasgaban la oscuridad; los moradores de la parada eran tres: dos parecían hinchas de Lanús: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con la camiseta puesta. De pronto, sentí un roce en el alma:
-Ese amargo seguro que es de Banfield.-me pareció escuchar.
Eso era todo, pero alguien lo había dicho.
Los de la parada parecían ajenos a mí. Perplejo, decidí que nada había pasado, y miré en la dirección de dónde debía venir el colectivo, como para tapar la realidad.
-¡Eh! ¡Amargo!-y se rieron.


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