junio 11, 2007

La vuelta a la calesita.


Nota introductoria: Al recibir la invitación hice un gran esfuerzo por recordar -sin éxito- cuál de todas sus alucinadas figuras era mi preferida a la hora de subir a la calesita, pero ni siquiera llegué a recordarme sobre un caballo o sobre un tren -tal vez-. Sin embargo sí estoy seguro de haber subido a muchas calesitas, es más, hasta los 8 años desconfié de las plazas que no contaban con una (para mí no eran plazas sino otra cosa). Una vez escuché que el otoño trae una infinidad de lugares comunes, por qué no hacer de este encuentro uno más.


Camino por Rodríguez Peña cuando la semana agoniza de domingo, de frente mi destino: La Plaza del Congreso. Al llegar, el viento pide bolsillos, la tarde pide paso cansado y el otoño deja un vacío en el pecho; me acerco a la reunión. Sus integrantes, calesiteros de profesión, algunos pocos todavía en servicio, la mayoría jubilados y todos poseedores de serpentinas muñecas. Congregados de pié en un círculo próximo al carrusel de la plaza, charlan y dan vueltas sobre viejos temas, hacen circular el mate y ríen al ritmo del vals. Me aproximo a saludar a los concurrentes, uno de ellos esquiva mi mano con la sonrisa de un firulete -reflejo de una eterna sortija- que termina en una invitación, la de sentarme junto a él en un banco.
Acomodados, finalmente me da la mano, dice ser el antiguo calesitero del Parque Rivadavia, ahora jubilado -jubilado por destierro, dice con rencor-, comienza directamente, sin vueltas:
-¿Joven, sabe que las calesitas están desapareciendo?

Alcancé a asentir con la cabeza y retomó de inmediato.

-Es algo realmente terrible, pero cierto, todas las calesitas de la ciudad están siendo cruelmente reemplazadas por esos modernos corralitos para perros.

Asomé un gesto comprensivo y solidario, con ganas de escuchar.

-Y esto no es lo peor, lo peor es un nuevo fenómeno que se está dando en los niños, nosotros la llamamos la nostalgia temprana. Lo he visto, creamé, son niños que extrañan la calesita, así se hayan subido a alguna o no, la extrañan igual, el dolor es el mismo.
¿Sabe usted cuántos niños he visto colgados de las rejas de esos corralitos, con sus ojos llorosos y las cabecitas entre los barrotes? ¡Aspirando olor a zorete y expirando resignación! Eso no puede estar bien señor, no pude.

Podría decir que en un principio él tenía una queja entre cejas, ahora parecería habérsele caído.

-¿Cómo puede un niño llegar a tal melancolía? Usted puede extrañar la calesita ahora que ya la ha vivido, ya ha abanicado sortijas, ha soñado con ser el jinete de un caballo o de una rana gigante, pero a los pibes de ahora se la sacaron muy rápido...muy rápido...y saben que algo les falta, lo saben cuando en la plaza sólo se escucha el murmullo de las hamacas. ¿Dónde encontrará un niño hoy un despliegue tan fantástico como el de la calesita? ¿Dónde podrán tomar el papel que quieren mientras siente el revoloteo de la sortija? La sortija...la promesa de que todo se puede repetir una vez más y gratis.

Le llegó el mate, en el momento justo, y lo atendió en seguida con un reflexivo sorbo. Segundos después el mate muere en un ronco lamento.

-Corralitos para perros.-chistó rezongando y entregó el mate en zozobra-consulta -¿A quién se le ocurre?

Era mi turno al mate y lo acepté cual naipe que asoma una ajena marca. La voz del calesitero se impostó de pasión y comenzó con una infinita comparación entre la vida y, obviamente, el carrusel. Habló de aquellos niños que prefieren ir de pié tomados de alguno de los caños perimetrales, desdeñando montar algún muñeco superficial; habló de los que sólo se preocupan por la sortija y suben con el único fin de hacerse de una, que son también los mismos que dicen con recelo que no hay justicia en la sortija; y también los mismos que están madurando.

Me volvió a alcanzar la ronda de mate, la amenaza de lunes disfrazada de dorado filamento incandescente baña el carrusel, éste gira indiferente al tiempo dejando la estela de una rubia canción brasileña. Mi visita ha concluido, me incorporo despacio, vuelvo a ofrecer mi mano al entrevistado, el saludo firme promete regreso y deja una sortija durmiendo en la palma.

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